Covid-19: ¿Catástrofe u oportunidad?
HMSP comunik
Leer
los «signos
de los tiempos»
es el reto del cristiano de todas las épocas, por eso es necesario el interpretar los acontecimientos bajo la luz del Espíritu Santo, quien nos guía a laverdad plena. Hoy, escuchamos que surgen de todos los ámbitos quienes se presentan como «expertos» en el tema, aportando su explicación
ante la pandemia del COVID-19. Así, desde el ganador del premio Nobel por descubrir
el VIH, hasta el que carece de todo conocimiento médico, explican el origen,
alcance y solución ante esta problemática.
En
el ámbito religioso sucede algo similar: hay supuestos «expertos» que
explican el origen demoníaco del virus y advierten una «clara» señal
apocalíptica que marca el «fin de los tiempos»; otros más, hablan del castigo
de Dios, merecido por los pecados de la humanidad; incluso hay quienes
aprovechan la ocasión para intentar derrocar la «falsa iglesia» –la
representada por el Papa Francisco– y promoverse como la auténtica iglesia de
Jesucristo, aquella que no teme ni se deja llevar por los «engaños del
mundo».
Sin
embargo, más allá de estas situaciones, es preciso observar y canalizar el
potencial oculto que todo esto encierra. La pandemia ha puesto «en jaque» al hombre occidental, posmoderno
y «autosuficiente»,
que se ha visto en necesidad de replantearse
la veracidad del mundo que ha creado. Ahora, contrario a la tendencia egoísta,
individualista y utilitaria, el hombre se reconoce interdependiente,
vulnerable, necesitado de la ayuda de los demás. Hoy, ante la posibilidad de la
muerte de algún ser querido o de la propia, el evadido tema sobre el más allá
vuelve a resurgir como una interrogante profunda del hombre. Y, en la «era de la comunicación»,
el ser humano se ha dado cuenta de su incapacidad de dialogar con su entorno
más cercano: la familia.
Todo
esto más que una catástrofe, se ha de plantear como la oportunidad de volver a
lo esencial. Es tiempo de rescatar la familia mediante la convivencia, el
diálogo, la paciencia, el perdón, el apoyo mutuo. Es tiempo de darse un respiro
dentro de la ajetreada carrera de la vida y fijarse hacia dónde se corre. Tiempo
de revalorar la propia vocación y confrontar la autenticidad de una entrega
desinteresada y libre hacia los demás.
Es
tiempo de adquirir lo necesario y rechazar lo superfluo, de administrar y «hacer rendir»; de presentarnos ante el Misterio
insondable de Dios, tal y como somos: finitos, contingentes, caducos,
limitados. Necesitados de su inspiración. Y así como la Palabra se encarnó, es
tiempo de hacernos uno con el sufre, con el que no tiene qué comer, con el que
está desesperado, con el que no tiene ilusiones.
Además,
la pandemia lleva a valorar las relaciones humanas: desde el saludo cotidiano y
afectuoso hasta la reconfortante conversación informal con el amigo de toda la
vida. Desde el poder festejar la llegada de un nuevo miembro de la familia,
hasta el poder llorar y velar al familiar o amigo que ha fallecido. Detalles
que reconfortan el alma y que ahora, al no tenerlos, se añoran.
El
ser humano, ante la pandemia, descubre su auténtico valor, bueno o malo,
generoso o mezquino, preocupado sólo de sí o abierto al grito del otro. Además,
la misma fe personal y comunitaria es «puesta en el crisol», esa fe que nunca es un escape, sino un lanzamiento
a grandes horizontes. Es la fe que interpela, cuestiona, seduce y lleva a la
acción.
De
esta manera, la genuina fe –que se ha forjado en lo cotidiano–, resiste todo ataque, pues el creyente es capaz de
percibir que Dios no está lejos, pues él no depende de unos canales específicos
de acción, sino que nos sorprende constantemente acompañando, auxiliando,
inspirando a su pueblo. La pandemia no es, pues, un tiempo de declive ni de
desolación, sino de respuesta generosa, esfuerzo constante, solidaridad,
esperanza. Además, es un tiempo de preparación, pues el panorama actual permite
vislumbrar desafíos aún mayores: desempleo, violencia, robos, desesperación,
anarquía, manipulación de la información… pero, en todo esto tenemos ala certeza de que saldremos
vencedores, gracias a Aquél que nos amó (cf. Rom 8, 37).
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